De dioses y hombres (Des hommes et des dieux), de Xavier Beauvois, película ganadora del Gran Premio, del festival de Cannes de este año, trata sobre un hecho real, el asesinato de siete monjes benedictinos en Tibhirine. Hecho que ocurre en el marco de la guerra civil en Argelia, durante la década de los 90. Tema muy actual, de acuerdo a las informaciones que frecuentemente recibimos acerca de las condiciones que vive la Iglesia Católica en muchos lugares del orbe, de persecución, hostigamiento, atentados, violaciones y muerte a sacerdotes y religiosas que llevan el Evangelio a esos lejanos lugares.
La película, lejos de ser una oferta sensacionalista y llena de artimañas, por su tema central brutal, es una obra austera, sin ostentaciones y que se engrandece por la prudencia y la pulcritud de la propuesta. Su realizador nos presenta una obra que ofrece al espectador una serena belleza espiritual.
Estemos preparados para cuando se estrene en nuestro país, no nos perdamos la oportunidad de ver una muy buena película que nos acercará a la realidad que viven muchos cristianos de otros alejados continentes.
SINOPSIS
Se inicia mostrando cómo los lugareños islámicos y los sacerdotes cristianos conviven en armonía. Empeora la situación con los terroristas musulmanes argelinos. Los monjes tendrán que decidir si desean permanecer o regresar a Francia. Se ven obligados a reflexionar profundamente sobre sí mismos y su misión en ese lugar. Su sentido de fraternidad la ejercen entre sí y con los lugareños. Son muy apreciados por la población islámica local, sobre todo, el médico-sacerdote. Pero están en riesgo, esto queda claro después de que algunos voluntarios del monasterio son brutalmente asesinados por los guerrilleros. En algún momento después de intensos enfrentamientos entre los terroristas y los lugareños, deciden quedarse.
Comentario de David López,
comentarista especializado en cine de Séptimo Vicio.
DE DIOSES Y HOMBRES’ (DES HOMMES ET DES DIEUX) David López
Beauvois (cineasta que se ha prodigado poco tras la cámara desde el éxito internacional de la incómoda “N'oublie pas que tu vas mourir”) franquea con tanta entereza como introspección asuntos poco dados al término medio como la tolerancia religiosa, la calamitosa herencia del imperialismo, o el conflicto existente entre la convicción individual y el dilema colectivo.
A sus protagonistas no los describe como ermitaños enclaustrados en una torre de marfil. Mientras documenta la vida comunitaria de esta congregación religiosa al hilo de oraciones, cánticos, faenas cotidianas y respetuoso silencio, también desnuda la faceta humanitaria y la dimensión social de este monasterio trapense. Consagrados a la posibilidad de ofrecer consuelo sanitario y otras necesidades básicas al desapacible mundo externo que los envuelve, tampoco dudan a la hora de integrarse en las festivas costumbres locales, estudiar con absoluta deferencia los textos coránicos o aconsejar con benevolencia y sabiduría sobre los designios del amor. Armonía que comienza a desmoronarse tras los estremecedores crímenes de sangre perpetrados en la región por los más obtusos militantes del fundamentalismo islámico. Lo que hasta ahora había sido un remanso de paz y transigencia mutua adquiere lentamente a lo largo del metraje un cariz de tensión progresiva que avanza hacia un desenlace, que no por presumible resulta menos palpitante.
Entre reproches a las tropelías del agresivo colonialismo francés, los hermanos afrontan una ardua disyuntiva, la de permanecer en esta tierra cruenta o la de huir antes de que sea demasiado tarde, abandonando a su suerte a los desamparados aldeanos, aquéllos que no pueden escapar de sus circunstancias y se convertirán en pasto para los lobos. Repudiando categóricamente la protección de fuerzas militares por las que no profesan mayor estima, el debate interno surge bajo las presiones de una sociedad obcecada en su propia locura. Crisis de fe, apologías del sujeto libre más allá de la muerte y controversias en torno a la figura del mártir (“¿es por Dios o por mera heroicidad?” llegan a cuestionarse) rubrican los distintos estadios de su particular vía crucis hasta la determinación final sobre su proceder.
El director de Auchel apresa el malestar de aquellas naciones que tildamos de “tercermundistas” y propone alusiones poco gratas a la actual labor informativa de los medios de comunicación (“la esperanza no interesa a los periodistas”). Espléndido cuando insinúa la amenaza que acecha en la sombra (el inquietante sonido del helicóptero que sobrevuela el convento o la estridencia de las bandadas de pájaros que nos recuerdan la tempestad que se avecina), Beauvois relega a los últimos minutos el verdadero crescendo emocional de la historia. Botellas de vino que merecen ser descorchadas, una pieza inmortal de Tchaikovsky y la clarividencia que ofrecen los rostros retratados desde la cercanía. Una última cena, en la que ya poco importa la liturgia, y que nos remite al texto que inauguraba la película, “vivir como hombres, caer como princesas”. Toda una lección de principios ejemplarmente singularizada en una conclusión tan sobria como hermosa.